Cd. Victoria, Tam.- Descanse en paz el Día del Presidente. Pasaron a la historia aquellos primeros de septiembre cuando el país se volcaba en devoción unánime al jefe de la nación.
Días míticos de confeti y oropel, clarines, tambores y marcha dragona, cuando el “Solitario de Palacio” dictaba cátedra de filosofía política, daba línea (a menudo, entre líneas) a sus seguidores más avezados y enviaba mensajes en clave a contrincantes reales o imaginarios.
El parte médico informa que dicha celebración habría muerto de “bullying” legislativo.
La emergente pluralidad democrática incorporó al pleno de San Lázaro pitos y flautas, mantas y cartelones, chiflidos y recordatorios maternos, motines y barricadas.
Bajo los gobiernos de SALINAS y ZEDILLO, los legisladores priístas solían gritar “México, México, México” buscando acallar los insultos en coro de panistas y perredistas.
Con FOX y CALDERÓN, tocó aplaudir al panismo intentando ocultar el rugido de perredistas y priístas.
Ocurrió pues que ante esa creciente turbamulta de aguafiestas con fuero, los “think thanks” de Los Pinos empezaron a preguntarse si era obsoleto dicho formato de monólogo, esa voz única e inapelable que solía bajar envuelta en largas fumarolas de incienso.
Y aunque estudiaron y discutieron diversos formatos alternativos (interactividad, diálogo, posicionamientos, preguntas y respuestas) a la postre los mandatarios optaron por salvar el monólogo mudándolo únicamente de escenario.
Les ayudó mucho que la Carta Magna sea tan generosamente escueta y no disponga mayor obligación que hacer llegar dicho documento a la cámara, en persona o con un representante.
El medio también puede variar: antaño en pesados libros, hoy en cómodos discos digitales, acaso mañana por correo electrónico.
Sin embargo, visto en perspectiva, en realidad el “Día del Presidente” eran dos actos en uno, cuidadosamente entretejidos en los años dorados del presidencialismo tricolor, a saber:
(1) EL INFORME propiamente dicho, la entrega del documento tal cual lo marca la Constitución.
(2) EL MENSAJE a la nación. Pieza oratoria que los mandatarios solían pergeñar de cara a la eternidad. La voz tronante del timonel a contrapelo de la tormenta.
Y bueno, el hecho objetivo es que la nueva etapa de pluralidad en las cámaras acató sin chistar el primer inciso pero se dedicó a conspirar contra el segundo, buscando la manera más ruidosa y eficaz de estropearlo.
Finalmente ocurrió lo más lógico. Los mandatarios optaron por separar ambos propósitos en dos eventos distintos.
El informe se reduce al aburrido y anticlimático cumplimiento de la obligación legal. Carece, incluso, de interés periodístico. Se envía y punto. La prensa lo consigna de rutina, con foto no muy grande y un comentario al calce lo más escueto posible.
Desdoblar la ceremonia permitió al Ejecutivo lucir sus galas lejos del griterío legislativo.
El mensaje a la nación se cocina aparte, horas o días después, en un escenario totalmente controlado por el Poder Ejecutivo, con derecho reservado de admisión y todos los filtros imaginables a la entrada.
Ello, para garantizar que ni la más discreta trompetilla interrumpa al orador entre un público selecto, conformado por presencias afines y luminarias institucionales.
El discurso presidencial, sin embargo, habría perdido en tal mudanza buena parte de sus encantos. Ya no es lo mismo.
Es una perorata gerencial que la opinión pública ignora y de la cuál ya no se esperan (como antaño) revelaciones formidables o lancetazos de criptología política.
Ya no llega el Presidente en carro descapotado, flanqueado por cadetes a caballo, entre lluvias de papel picado, vallas y matracas de la CTM.
La postmodernidad canceló liturgias. La inseguridad acabó con los paseos en carro descubierto y la insubordinación de los tribunos desterró la mística del aplauso unánime.
Descansa en paz el Día del Presidente.
– BUZON: lopezarriaga21@prodigy.net.mx