AL VUELO-Caballos

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Por Pegaso

Me quedé de a seis cuando ví en un periódico local que los ganaderos pretenden introducir al mercado la carne de caballo.

Y es que, estando en mi mullida nubecilla, acá arriba, viendo lo que acontece en todos los rincones de la ciudad, no pude menos que sorprenderme ante semejante ideota.

Ya sabemos que en otras ciudades, como la mismísima capital de la República, Mexicalpan de las Tunas, el consumo de carne de penco es de lo más comun.

Es más, mi primera experiencia culinaria-canibalesca fue en uno de mis primeros viajes al DF, hace un chorrotal de años.

Pedí una milanesa. Me sirvieron una porción de carne que rebasaba el plato en que la sirvieron.

Yo pensé: ¡Híjole, Pegaso, aquí se parecen a mi tía Tencha, que es muy basta!
Pero no. Al terminar de consumir mi opíparo manjar, un mesero me dijo que se trataba de carne de caballo.

Casi relinché de la impresión, porque eso significaba que me había convertido en un caníbal al comerme a uno de mis primos.

La carne de equipo por sí misma, no difiere mucho de la de res. Es tal vez un poco más dulzona y correosa, pero el contenido proteico es parecido.

En ciudades como el DF, Guadalajara y otras grandes urbes donde escasea la de res, la carne de cuaco es un sustituto válido.

Acá, en el norte, desacostumbrados por completo a otra cosa que no sea una buena fajita de res, tomamos con asco la sola idea de hincarle el diente a un bistec equino.

Nos imaginamos ir a la carnicería de Mario López y pedir unas fajitas de caballo para hacerlas en el asador y nos da «cosa», como al doctor Chapatín.

No. En el norte la idiosincracia es diferente.
Para introducir al difícil mercado norteño un producto nuevo hay que chingarse. Durante varios años la empresa Buenos Aires ha intentado que los reynosenses consuman carne y huevos de avestruz.

La carne de avestruz es alta en proteína y baja en grasa, pero ni aún así ha tenido demanda.
No hay restaurantes que incluyan en su menú algún platillo en base al avestruz, aunque bien pudiera imaginarse el comensal que está comiendo carne de un guajolote grande.

Hablando de la carne de caballo, yo les sugeriría a los señores ganaderos-aunque es un atentado contra mis primos- que buscara un experto en mercadotecnia.

Podrían crear un eslogan como este: «Hay carne de caballo para todos los gustos: de cuarto de milla para los deportistas, de percherón para los gorditos y de pony para los romos».

Además, podrían aprovechar la campaña publicitaria para concientizar a la población de la necesidad de deshacerse de los antiestéticos y arcaicos carretones que pululan por toda la ciudad, jalados por mis martirizados parientes.

Como Pegaso literato que soy, tengo un cuentecillo que se refiere precisamente al sufrimiento de los cuacos, y dice así:
Amanece.

Cantan los gallos y los perros ladran, persiguiendo a un paisano en bicicleta que circula por una estrecha callejuela.

En el interior de la humilde vivienda se enciende una luz. Es mi dueño que se ha despertado y se paresta a comer algo para empezar el trajín diario.

Sale al patio donde me encuentro, vierte algo de maíz en un recipiente metálico y tomo aquel frugal alimento.

Acto seguido, me acerca al carretón y me ciñe con una correa de cuero. La pasa por debajo de mi vientre y la fija bien con la hebilla.

Estamos listos a partir. Sube al carromato acompañado por un mocoso maloliente y un perro lleno de sarna.

Toma su chicote confeccionado con una reata y golpea mis enancas. Duele.
Tomo un primer impulso y las ruedas empiezan a girar.
Es un día como muchos otros.

Un nuevo chicotazo me hace acelerar la marcha, y otro, y otro más. La subida es empinada y las calles accidentadas, pero mis fuerzas son suficientes para jalar el vehículo que en estos momentos es ligero.

Nos detenemos. Mi dueño toca la puerta de una casa y aparece una mujer en fachas, con pantuflas de felpa, tubos en la cabeza y una crema verdosa y amarilla en la cara.

Le entrega unas monedas y és se apura a levantar el tanque de plástico negro que hay a un lado, amarrado con una cadena.

Vierte el desagradable contenido en la caja del carretón y proseguimos la marcha. Durante horas, esa escena se repite. De vez en cuando puedo repostar bajo la sombra de algún árbol o degustar el verde pasto que se me ofrece en un patio baldío. Son gajes del oficio. Mi estómago tiene que estar llegno para seguir adelante.

-«¡Arre, caballo!»,-dice mi amo.
Seguimos. Un latigazo más. Fuerte. Arde. Ayer mi dueño me untó un ungüento que calmó un poco el dolor de aquella vieja herida. Cada golpe de lático la abre un poco más. ¿Es así la vida de los caballos?

De vez en vez pasan ante mis ojos las imágenes de otros equinos, igualmente castigados, igualmente sojuzgados por la mano del hombre.

Han pasado muchos años y mis fuerzas ya no son las mismas.
Me canso con mucha facilidad, pero el látigo sigue fustigando mis carnes. Mi dueño, ya canoso y con grandes zurcos en el rostro, cada día está más amargado, cada día refunfuña más y desahoga su frustración sobre mí.

El niño harapiento ha crecido. El perro murió de inanición y otro can escuálido ahora nos sigue a todas partes.

Me siento desfallecer. ¡Maldito carretón! ¡No puedo jalarlo porque me faltan las fuerzas! ¡Y ese insufrible lático!
Siento que es mi fin. Caigo al duro suelo cubierto por pedazos de caliche.

El viejo trata inútilmente de revivirme a punta de latigazos, pero mis músculos no responden, a persar del intenso dolor.

Siento los ojos pesados…, al fin voy a descansar.
Va, pues, el refrán estilo Pegaso: «No suele inspeccionarse el canino de un equino cuando éste viene en calidad de obsequio». (A caballo regalado no se le ve el colmillo).
¡Abur!

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