Por Ernesto Parga Limón
“Si el semblante de la virtud pudiera verse, enamoraría a todos.”
Platón
Cuesta subir la cuesta… cantaba el eslogan de un programa de televisión, quizá lo único bueno del mismo.
En el mismo sentido nos decía Antony Quinn en un antiguo comercial de “Brandy Viejo Vergel” -si las cosas que valen la pena se hicieran fácilmente cualquiera las haría- ¿lo recuerdas?
Si a la cuesta la concebimos, no como el camino al éxito económico o a la fama, sino como la personal andadura en busca del desarrollo y del crecimiento humano; y si el costo lo entendemos como esfuerzo, entrega y dedicación tendremos una fórmula para la felicidad más que probada en la historia.
Ya en la Grecia clásica, el célebre maestro de Alejandro Magno el estagirita Aristóteles, explicaba su teoría de la virtud a sus contemporáneos y sin saberlo, a tantas generaciones, tantas que sus enseñanzas alcanzan hasta nuestros días.
La virtud según su etimología vis es (fuerza), fuerza de voluntad al servicio de la consecución de un objetivo, empeño en la repetición de un valor; por ejemplo, la lealtad, hasta que esta se vuelva hábito. Ese hábito una vez conseguido es un valor encarnado, casi como una segunda naturaleza nos dice el mismo Aristóteles.
“Como una segunda naturaleza” significa que, una vez incorporado este hábito a nuestras vidas, ya actuaremos siempre, o casi siempre, en el mismo sentido. Seguramente te ha pasado que no puedes comer en una mesa sucia, esto se debe a que el hábito de la limpieza está tan arraigado en tu persona que no te permite ya actuar de otra manera. Las personas veraces siempre dicen que no pueden mentir, esa es la idea que se quiere comunicar.
En términos muy sencillos, se abandona el vicio de conducta y se adquiere la virtud que se le opone. Se es desordenado por repetición de actos en ese sentido, se dejará de serlo por repetición de actos tendientes al orden.
Esto funciona por igual para la adquisición de destrezas físicas, artísticas o hábitos morales; correr un maratón, tocar la Balada para Adelina, o ser fiel a los principios, no se consiguen con solo desearlo, es menester poner alma vida y corazón.
Especialmente difícil resulta la adquisición de virtudes morales tales como, la fidelidad, la honradez, la laboriosidad, la paciencia, la prudencia, la justicia y la templanza entre otras, ya que supone, como vengo diciendo, el abandono de hábitos contrarios muy arraigados; que difícil es dejar de ser infiel, tramposo, flojo, impaciente, imprudente, injusto, destemplado cuando se está acostumbrado a serlo.
Y que terrible resulta la convivencia con personas que tienen estos vicios de carácter y que, además, no hacen nada por erradicaros muy al estilo de -así soy y qué, quien me quiera me ha de querer así, sin pretender cambiarme- Crónica de un fracaso anunciado.
En cambio, es no solo fácil y agradable sino incluso gozoso, vivir al lado de quien va, por amor, empeñado en ser mejor, adquiriendo mejores hábitos. Recuerdo aquella canción popular: Andando de tu mano que fácil es la vida, andando de tu mano el mundo es ideal. La mejor descripción del amor que conozca es esta: Amar es hacerle la vida amable a quien amas.
Así pues, esto solamente ocurre cuando hay una motivación muy poderosa que nos empuje a querer ser mejores, que nos dé la fuerza de voluntad para conseguir lo que cuesta, lo que no es sencillo de alcanzar. Esa motivación no es otra que el amor, motor que todo lo mueve. Repito, solo en la plena conciencia de que es deber, de todo ser humano, mejorar para su amado, es que se abandonan vicios y defectos de carácter. Solo en el conocimiento de la profunda verdad, de que el amado merece la mejor versión de quien dice amarlo, es que se vence a si mismo, se doblega la apatía y se conquista para el otro la virtud. Porque en el amor uno no cuenta, cuenta el otro.
La puerta de la felicidad está sostenida con las bisagras de las virtudes, esa puerta se abre hacia afuera, reza un sabio proverbio oriental. Hacia fuera de mí mismo, en donde está el ancho campo del servicio a los demás (esposa, hijos, hermanos, alumnos, amigos).
Eso es lo que ofrecen el hombre y la mujer a quienes ama… su madurez. Que complicado de entender resulta el amor que no ofrece como prenda su propia mejora.
Esa mejora que cuesta, en tiempo y en esfuerzo, es tarea de toda la vida, es mejoramiento paulatino. Se puede definir la madurez, según el profesor David Isaacs, como: el desarrollo armónico de todas las virtudes humanas.
Sin embargo, hoy tenemos una forma de vida que huye del esfuerzo y que privilegia la velocidad y la instantaneidad, un auténtico y desbocado frenesí de prisa por vivir. No hay lugar para la pausa y el sosiego, los frutos así entonces son raquíticos y anémicos, como a medio hacerse. Este adagio es contundente… lo mejor lleva su tiempo.
El mayor problema de esta moderna forma de vivir es que, equivocadamente, supone que el esfuerzo es siempre pesado y oneroso para quien lo ejecuta, por eso intenta evitarlo a como de
lugar. En contradicción esta errónea idea todos entendemos que muchas veces, lo mejor de la meta está en el camino andado. Nuestros abuelos solían decir, que lo mejor del domingo… está en el sábado. En esa gozosa víspera que anticipa el dulce sabor de las cosas que vendrán, la madre disfruta a plenitud el desarrollo de la vida que acoge en su vientre por nueve meses en emocionada espera.
Esperar y esforzarse no son nunca infructuosos son, sin duda, la condición para que lo que se alcance sea bueno y sea apreciado no solo porque es, sino también por lo que costó.
¡Adónde vamos tan de prisa!, si la luna espera paciente todo el día…esperar merece la pena.